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Colaboración de Germán Munita

  EL COLOR DEL DINERO

   

    Era la segunda semana de Enero de 1967, y como parte de nuestra gira por la URSS habíamos abordado en la estación Moskovskaia de Moscú el красная стрела (Krasnaia Strela o Flecha Roja). Ese era el tren nocturno que nos trasladaría los 700 Km desde esa ciudad a Leningrado. Ese país era la primera etapa del viaje de estudios de nuestra promoción 1966 de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, que después continuaría por varios países de Europa. El tour completo duraría tres meses y era extraordinariamente atractivo por su bajo costo. Las 3 semanas en la URSS habían costado solo 5 dólares diarios —equivalentes a unos 37 dólares de hoy—, incluyendo alojamiento, comida, guías-intérpretes, visitas y eventos. Durante el trayecto, unas проводящий (provodasij) —las rozagantes matronas rusas encargadas de los coches— hacían periódicos recorridos ofreciendo té en vasos de vidrio con los tradicionales podstakannik, el soporte metálico para sostener el vaso, típico de la época. El convoy iba pasando con cronométrica precisión por las ciudades en su trayecto Moscú — Leningrado, sin detenerse. En la lista de estaciones que mostraba el cartel en la pared del carro figuraba Klin … 23:49 hr. Un minuto antes, se empezaban a divisar las primeras luces de la urbe y a la hora exacta pasábamos frente a la estación de Klin. Lo mismo en las ciudades de Kaláshnikovo, Luka o Málaya Víshera. Literalmente, en cada parada se podría haber puesto el reloj a la hora que decía el letrero. Toda una novedad en comparación con nuestra desnutrida puntualidad chilena.

    El grupo lo formábamos 160, la mayoría egresados el año anterior, algunos con sus esposas, a los que se habían sumado unos pocos colegas que habían terminado  antes, y un par de profesores. Estos últimos no nos acompañaban con un fin académico ni de chaperones, sino que como simples turistas y compañeros de profesión. El trato con ellos era de igualdad y llana camaradería, pero había uno al que todos trataban con más cariño y un respeto reverencial. Es que era una leyenda viviente.

    Se trataba de Moisés Mellado Guajardo, quien había sido profesor de cálculo de la mitad de nosotros (la otra mitad estaba en el curso paralelo). Llevaba la docencia en la sangre, en la médula de sus huesos, en sus nervios y en sus rabietas. Era muy exigente con sus alumnos para que aprendieran a dar siempre lo máximo, pero a quien más le exigía era a sí mismo. Don Moisés era más bien bajo, moreno, de cabellera hirsuta, con un hablar rápido de modulación perfecta, y unos ojos inquietos que acusaban su inteligencia. En el ambiente del viaje era caballeroso con los varones y muy atento con las mujeres. Como sucede con las personas destacadas, ya por esa época era difícil separar el mito de la verdad de su trayectoria. Era de una familia muy humilde y había nacido en Talcahuano en 1917, a bordo de un ballenero. Se inclinó primero por la carrera de marino mercante, pero en 1940 decidió estudiar ingeniería en Santiago. Su dedicación fue tal que se tituló con distinción en todas las especialidades de la época, salvo en Ingeniería de Minas. Se cuenta que cuando dio ese examen, los profesores le calificaron mal una respuesta que después se comprobó que estaba correcta. Entonces don Moisés decidió no titularse de una carrera en que los docentes supieran menos que él. Dada su precariedad económica, tuvo que trabajar en un taller de reparación de bicicletas para solventar los estudios. Después se transformó en académico de tiempo completo, siempre preocupado por elevar el nivel de la enseñanza en nuestra escuela.

    En 1965, a semejanza de lo que había visto en la Universidad de Grenoble, creó la carrera de Matemática aplicada, que después se convertiría en la especialidad de Ingeniería Civil Matemática que él mismo dirigiría por muchos años. Don Moisés falleció en 1983 y en su memoria se bautizó con su nombre la antigua sala Q-10. Además, un grupo de ex alumnos crearon en 1998 la Fundación Moisés Mellado para apoyar a alumnos de bajos recursos. En la actualidad la fundación financia los estudios de más de 300 becarios.

    Volviendo al viaje en el tren nocturno, éste resultaba algo tedioso, pero esa monotonía tuvo su lado positivo pues penetró hasta el interior de los compartimentos del Flecha Roja donde, para pasar el tiempo, los seis u ocho compañeros que había en cada cubículo empezaron a bajar sus defensas, y afloraron historias que se hubieran silenciado en circunstancias normales. Fue así que don Moisés, arrastrado por ese ambiente de confidencias y sintiéndose uno más del grupo, relató que días atrás se había dado a la tarea de lavar su ropa. Era una labor habitual entre los viajeros, ya que en la гостиница Турист (Gastínitsa Turist), donde habíamos alojado en Moscú, no se ofrecía el servicio de lavado o estaba fuera del alcance de nuestros bolsillos. La operación la había realizado en un lavatorio del baño, con detergente y una escobilla que previsoramente había traído en su equipaje. Estos afanes le habían hecho recordar su época de estudiante menesteroso, cuando vivía en el pensionado universitario, y los había realizado sin remilgo alguno gracias al entrenamiento de aquella época. Calcetines y ropa interior fueron desmugrados sin problema. Pero cuando le llegó el turno a una camisa blanca y lisa, notó que bajo la espuma y el agua —ya no tan transparente— se dejaba ver una mancha de tonalidad verdosa. Extrañado, en un primer momento solo atinó a escobillar con más fuerza la zona entintada. Pero nada. Frotó varias veces, obteniendo el mismo resultado. Para tratar de explicarse el fenómeno que tenía entre sus manos, llamó en su auxilio a sus conocimientos de química y de procesos industriales que tanto esfuerzo le había costado adquirir. Tampoco salió respuesta. Entonces afloró su carácter explosivo, el mismo que había estallado en algunas clases con alumnos poco dedicados, y que en ocasiones lo había hecho escribir «Babosos» en la pizarra y gritarles «¡¡No tienen idea!! … Traigan a sus padres: ellos son empresarios, ministros, militares, ¡pero ustedes son unos ignorantes!». Allá en Moscú, esa furia lo había impulsado a lanzar la camisa por los aires, salpicando de paso a otros ingenieros lavanderos y gritando furioso «¡¡ A la cresta con esta mierda!!». Como los que presenciaban el exabrupto eran ahora colegas y no sus dóciles alumnos, al poco rato tuvo que recoger en silencio la prenda del suelo. Y al estirarla, preparándose a colgarla para el secado, notó al trasluz que la mancha tenía una perfecta forma rectangular y se ubicaba justo en el bolsillo. Lo exploró con dedos ansiosos y extrajo un papel verde doblado en varias partes. Al desplegarlo descubrió que se trataba de … ¡un billete de cien dólares!

    De tanto escobillarlo, el billete había quedado inservible. Don Moisés había relatado este chascarro con un dejo de pudor, ya que develaba su nivel de distracción, más aun al confesar que la noche anterior le había faltado esa cantidad al cuadrar sus dineros. La anécdota se propagó rápidamente y al llegar a Leningrado todo el grupo estaba al tanto de ella. Al contrario de lo que él pensó, el cuento no deterioró su prestigio, sino que hizo al mítico profesor más humano y cercano a lo que éramos el resto de los mortales: él también cometía errores domésticos.

     Durante la noche, otra situación vino a romper la monotonía del viaje: la calefacción en los carros era exagerada. Parecía que estábamos en un sauna, todos transpirando. Y las encargadas de los coches no podían hacer nada, era falla de los controles. Hubo que soportar esa molestia hasta llegar a destino. Después habría consecuencias inesperadas, pero eso será tema de otra crónica.

 

 

Germán Munita Cristi

Santiago, 30 de Julio de 2017

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